Decía Antonio Muñoz Molina en la inauguración de la exposición La ventana Inglesa dedicada a este escritor, que Arturo Barea (1897-1957) siempre se sintió fuera de lugar y que ese desasosiego vital, ese malestar es el hilo conductor de su trilogía La forja de un rebelde
( La forja, la ruta y La llama). De niño se sentía fuera de lugar en las Escuelas Pías del barrio de Lavapiés porque era el hijo de la lavandera frente al resto de los estudiantes de clase media, y también con sus
hermanos que lo consideraban un privilegiado por vivir durante la semana con sus tíos. En sus distintos trabajos tampoco encontraba su lugar, ni en el banco, ni en la oficina de patentes, ni como censor durante la guerra. No consigue cumplir su aspiración
de convertirse en ingeniero, ni su vocación de ser escritor. Ni encontró hasta la madurez la ocasión de mantener una relación igualitaria con una mujer.
En el ejercito cuando cumple el servicio militar durante la guerra de Marruecos, se siente
incómodo en su función de sargento que le impide, tanto formar parte de los soldados como de los oficiales; y por el rechazo hacia la corrupción generalizada que observa a su alrededor. Allí se le asigna la función
de encargado de la construcción una carretera y de su contabilidad. Para el trazado de la misma tiene que eliminar una vieja higuera a la que dedica uno de los capítulos de La ruta, y que se convierte
en todo un símbolo.
La higuera, como él, está fuera de lugar, es un obstáculo para la carretera que permitirá explotar los recursos mineros de la zona. Y será precisamente él quien se tendrá que encargar de ejecutar
la orden de volarla con un cartucho de dinamita. Pero las raíces de vieja higuera son más resistentes que el granito a los golpes del acero para hacer un barreno en el que hacer estallar el explosivo.
Barea consigue
salvar la higuera al observar un rincón cerca de ella en el que crece la hierba y los palmitos, decide cavar buscando agua en el subsuelo. Encuentra un manantial y se crea una plaza a la sombra de la higuera con una fuente para descansar
y saborear sus frutos. Consigue, también calmar los temores de su madre asustada por los horrores que circulan de la guerra de Marruecos contándole la historia de la higuera y el manantial en una carta que ella “releyó
infinitas veces, sus gafas balanceándose en la punta de su nariz, envolviéndose en la frescura del viejo árbol y el cántaro de hierro cantarín que vertía su agua en el pilón profundo donde los caballos
bebían ansiosos”.
En La forja de un rebelde las plantas y los árboles están siempre presentes. En el primer volumen, La forja, nos habla de
las delicias del jardín abandonado en la iglesia de San Martín donde trabajaba su tío, de las laderas de la Moncloa, del Retiro, de la Plaza de Oriente, del Parque del Oeste y del campo en Méntrida, de sus paseos observando árboles,
flores, aves, anfibios e insectos.
Un uno de los ultimos capitulos de La llama nos dice Barea: “El jardín herido se había apoderado de mi. No podía concebir que fuera materia de indiferencia, y menos de burla, el herir cosa viva alguna. El total de la guerra estaba simbolizado allí
en los árboles y las plantas arrancadas por una bomba, en la vana muerte por la contusión. Esta fue la primera historia que escribí…” Pone sobre el papel su sensibilidad por el mundo vegetal, convirtiendo los árboles y plantas heridas por las bombas, como los milicianos que defienden Madrid, en el símbolo de
la destrucción de la guerra.
Las referencias a la naturaleza forman parte esencial de esta obra que va ganando, poco a poco, un lugar en la historia de la literatura española del siglo XX. Mientras cuenta tres episodios de su vida, Barea desvela
engranajes fundamentales para conocer la vida cotidiana y la realidad política, social y económica de España desde los primeros años del siglo pasado hasta el final de la Guerra Civil.
La vieja higuera se salvó, como lo hizo Arturo
Barea después de perderlo todo, la guerra y su familia. Teniendo que vivir y morir en el exilio. Pero en Inglaterra con Ilsa encontró el amor de una compañera y consiguió convertirse en escritor. Comprobó, como
intuía, que la única manera de descifrar una vida es contarla en un libro.