Castaño amigo. El primer árbol al que le di nombre, el que estaba más cerca y más presente. El
que bordeaba las caleyas obsequiando sombra y fruto, belleza y compañía. El que tenía más protagonismo en un barrio obrero periférico de una ciudad industrial.
Castaño, amigo, pintas de verde claro, con la ayuda del sol, los luminosos días de primavera y principios de verano. Con tus hojas y con trozos de tallo jugamos
a representar historias de princesas, con largas trenzas, y de indios, con plumas, turbante y coletas. Preparar estos tocados era la parte más apasionante del juego: reunir los materiales, seleccionar los tallos para coser las hojas, idear las
composiciones, realizar las pruebas, para, finalmente iniciar el juego o poner en escena la trama que iba surgiendo improvisadamente.
Castaño, amigo. En otoño con el airón de les castañes alfombras los caminos y los prados con tus erizos armados de espinas y con tus hojas doradas. Para conseguir las castañas saliamos
en grupo, con ánimo festivo a la geta armados con un palo, para ir descubriendo los erizos bajo la hojarasca, con buen calzado para pisarlos y sacar a la luz las castañas, con una bolsa para almacenar el fruto, sembrando bullicio y alegría.
Alguna mujer nos hablaba de los amaguestos que se celebraban antaño para celebrar la llegada de las castañas y que terminaban en folixia y ambarazos. Después, en casa poníamos algunas castañas a secar al
sol e íbamos cortando un trozo de la corteza de la cáscara para ponerlas sobre la chapa de la cocina de carbón y que se fueran asando. El olor perfumaba toda la casa, la escalera y el vecindario. Otras castañas se cocían
después de pelarlas y constituían toda una cena acompañadas con un vaso de leche.
Castaño
amigo. Dibujas en el horizonte, con los perfiles de tus ramas desnudas y los nidos de oro de las coronas de muérdago, la más hermosa postal de invierno.