Son 143 páginas organizadas en pequeñas piezas poéticas y destiladas con tanto esmero y sensibilidad que Julio Llamazares
consigue expresar el sonido, el sabor, el olor y el tacto, y por supuesto el color, de la soledad y el olvido. Mientras avanzaba en la lectura de La a lluvia amarilla (1988) me iba convenciendo de que tenía entre mis
manos una obra maestra. Si, una autentica obra maestra, que despierta los ecos y la atmósfera que Juan Rulfo crea en Pedro Páramo. Es sin duda un libro lleno de magia.
Andrés se niega a abandonar su casa y sus tierras y ve como sus vecinos van muriendo o emigrando a otros lugares, él
se queda mientras el tiempo destruye todos sus sueños e ilusiones y le deja solo, con la única compañía de una perra sin nombre, las ruinas de la aldea y la naturaleza. Con el paso de los años, son los muertos de su familia
y los vecinos muertos los que llenan sus noches y se convierten en parte de lo cotidiano. Andrés, como Juan Preciado, convierte su monólogo en un diálogo con los fantasmas de la memoria. Andrés, como Pedro Paramo, tiene una
casa y unas tierras que dejar en herencia a su sucesor. Pero mientras Pedro tiene un hijo al que desea dejar su legado y otros que también lo reclaman, a Andrés solo le sobrevive uno que no está para remplazarle, que se ha ido a trabajar
a Alemania. Y Ambos se quedan finalmente sin herederos, son los últimos representantes de un linaje vinculado a la tierra. Pedro Páramo y Andrés de Casa Sosa representan la desesperanza y el cambio de los tiempos, el final de un modo de
vida secular.
En la lluvia amarilla un tenue hilo aún mantiene unido al hombre con la naturaleza.
Andrés se identifica con el paisaje, con el río, con los arboles y con las estaciones:
“Cuando Murió Sabina, la soledad me obligó otra vez a hacer lo mismo. Como un río encharcado, de repente el curso de mi vida se había detenido y , ahora, ante mí, ya solo se extendía el inmenso paisaje
desolado de la muerte y el otoño infinito donde habitan los hombres y los árboles sin sangre y la lluvia amarilla del olvido.”
Por eso, una de las pocas cosas que alivia el dolor del olvido y la soledad es la presencia de los árboles:
“Nunca logre entender muy bien por qué. Quizá era el murmullo de las hojas sobre el agua. Quizá las propias sombras de los troncos que al juntarse confundían mi memoria y
mi mirada. Pero la compañía de los chopos me calmaba. Como en los robledales de Erata o en el pinar de Besarán, entre los árboles del río tenía siempre la impresión de no estar solo, de que había entre
las sombras alguien más.”
Y uno de los pocos sueños que mantiene Andrés
es unir su muerte con los árboles talados durante la luna menguante, cuando duermen y su madera queda lisa y compacta para construir feretros como los que se construyeron para sus antepasados:
“Yo siempre deseé morir así: como un árbol dormido, como un tilo hechizado, en la paz de la noche, por la luz de la luna.”
Pero Andrés muere en vida, esperando que encuentren su cuerpo rodeado de fantasmas. Muere a la vez que
se van derruyendo las casas, el molino, la fuente y la iglesia. El destino de Andrés es el destino de su pueblo del Pirineo aragonés: Ainielle. La lluvia amarilla del abandono, del deterioro, del paso del tiempo, de la soledad que los va empapando
a ambos.
Julio Llamazares ofrece con La lluvia amarilla una lección de geografía
impagable: el proceso de descampesinización, el éxodo rural y los cambios en los modos de vida que se dan en España a partir de la posguerra. Lo hace desde la perspectiva de las personas que ven como desaparece su mundo, como se apodera
la naturaleza de lo que es suyo. Y también cuestiona como nos atraen a los urbanitas actuales, esos paisajes donde se fusiona la ruina arquitectónica y la naturaleza, quizá porque nos retrotraen al paraíso perdido, a nuestras raíces,
a los tiempos en los que estábamos más cerca de los árboles, de las rocas, de los ríos y del discurrir de las estaciones. Y, como no, nos invita a reflexionar sobre las actividades ligadas a ese fenómeno: el excursionismo,
el turismo rural la vuelta a los pueblos, la agricultura ecológica y el debate en torno a la España despoblada.
La lluvia amarilla cae sobre mi jardín este verano, pero no es de olvido ni abandono. Es una lluvia que trae toda la belleza y la poesía que acompañan a las palabras que Julio Llamazares pone en boca de Andrés
en este joya literaria.